OsteoEMpatía

Acerados dedos que hunde precisos en la piel, pinzas metálicas y cálidas. Son los ojos con los que descubre las dolencias sabiendo, ¡cuánto agrado!, cómo reducirlas. Presiona, estruja, aprieta, retuerce, golpea, estira cada músculo y articulación, aminora el dolor o lo hace aún más intenso para rebajarlo, luego. Relaja la mente, derrota las iniciales resistencias.

Pronto comienzas a desear que no te abandone, que no cese su labor, su entrega a ti. Inerme, te das, te dejas hacer. Te gusta, te aficionas porque te sientes mejor. Mudo, esperas, atiendes paciente, que haga de ti, sus prácticas. Vas sufriendo su sádico proceder, pero te hace sentir mejor. Esperas que en cada momento, que en cada acción o que cada día incremente la intensidad. Lo deseas pero lo temes. Te sienta bien, te hace estarlo y sigues sin querer que acabe. Disfrutas, como no hubiera imaginado von Masoch, superando las fronteras del dolor y el mal. Deseando habitarlas.

Se acompaña de la voz para hablar de las intrascendentes cosas importantes de la vida y para advertirte -mientras se regodea, seguro. No debemos ser gente muy normal- de lo que vas a sufrir, para hacerte saber qué sabe cuánto daño te hace y para qué; y para aplicarte un plus que mezcle tus lamentos con su sonrisa, que intuyes y no puedes ver. Cuando mejor estás, la relación se distancia. Incluso sintiéndote mejor, echarás de menos su estimulante provocación del mal, para así tener ocasión de volver a iniciarlo. Pero te vistes, dejas tus 28 euros y te vas para volver.